Hablemos de Madrid a través de una canción apócrifa sobre la ciudad de los fénix...
El
mejor momento en Madrid es el crepúsculo y cada uno de eso minutos hasta que la
noche lo bendice todo. Es en ese lapso de tiempo cuando acontece en la ciudad
de los fénix el surgimiento de los desposeídos. O era. Madrid, como su noche,
ha cambiado mucho. Como toda ciudad grande, su mutabilidad responde a un azar inconcebible
y que a uno se le escapa de las manos. O no. Porque la noche de Madrid ya no lo
funde todo con el mismo tono que cuando surgió el afán de componerle una canción.
Realmente no se trataba de una canción “para Madrid”, sino que cada una de sus
líneas respondía a fotogramas urbanos que, de alguna violenta manera, habían
calado en mí, colándose sigilosamente por mi retina. Le estaba escribiendo a una
ciudad y a sus criaturas vespertinas. Madrid era el influjo.
Pero
de eso hace ya mucho tiempo. El devenir de la historia no se había encargado
aún de enlodar la percepción que tenía de una ciudad que representaba todo lo malditamente
acogedor, todo lo acogedoramente urbano; un escenario enmoquetado en el que
cada uno podía representar su papel, por extraño que fuera, correspondiéndose
con su reflejo y anidando en esquinas y cobijos que lo abrazaban al llegar.
Madrid era una ciudad confortante para el extraño de sí mismo, sus calles se
dejaban caminar con soltura, sus sombras eran familiares y la ponzoña del alma
quedaba diluida entre luces de neón, sinfonías de tráfico, ventanales iluminados
y las vidas anestesiadas de las hormigas en continuo vocerío. La gente seguía
siendo la gente, pero siempre había estado ahí solamente para observarla. Eran
las sombras de las criaturas solitarias las que contrastaban entre tanta autoindulgencia,
brillando a su pesar.
La
ciudad empezaba a estar patas arriba, como si alguien quisiera encontrar el
tesoro perdido de su infancia y ya comenzaba a dar signos evidentes de lo que
estaba por llegar. Madrid
era un espejo, la superficie que mostraba de lo que uno estaba hecho, era un
templo particular donde el pagano celebraba sus ritos intransferibles. Lo que
más recuerdo es el neón, ese neón en las fachadas y las luces en las ventanas, la
penumbra en sus portales, la iluminación de los bares, de los restaurantes, la
luz de los coches y de los autobuses repletos, el olor a chino de la Plaza
España –aquella Plaza España hoy pálida y silenciosa como un fantasma– y la
sensación continua de que algo se estaba desmoronando alrededor, antes de
tiempo, con el sigilo de un gato. En su antiromanticismo había mucho de
decadente y en su velada decadencia la noche madrileña todavía era un reparador
aliado.
Todo
mostraba una cara risueña, pero ni siquiera el asfalto soñaba con las ruedas,
ya ni los mininos callejeros le maullaban a las estrellas, habían desaparecido
hace tiempo y solo alguna, valiente y furtiva, parecía vigilar tras el reflejo
de aquellos neones, que también fueron desapareciendo. El caso es que Madrid
siempre me pareció esa señora vieja que sigue vistiendo con los lozanos ropajes
ya raídos y ahuecados de alguna juventud de la que no fuimos testigos. Solo nos
dejábamos llevar y le rendíamos tributo a algunas perversiones, desde el minuto
uno en que el sol se ocultaba tras las alas del fénix del Metropolitan, entre
la disyuntiva de Alcalá y Gran Vía, recortando contundente su silueta
protectora. Ahí empezaba todo, ahí empezó todo. Hoy las espinas de esta ciudad
siguen mordiendo el corazón, aunque su música no tenga ya ese emocionante tono,
solemne y redentor, de Atardeceres en el
espejo.
Venus trae sobre tu piel
el celo de una estrella
azul que ayer robé.
Alas de bronce
crepuscular
ángeles perdidos, dandis
de usar y tirar
un orgasmo en cada
parque
quizá Dante nos pintó
como una sucia acuarela
desprendiendo ecos sin
voz.
Velos de ausencia son la
señal
los hijos del asfalto
vuelven a reír y a llorar hirientes.
Julieta esnifa el verso
que Romeo le escribió
cuerpo de cenizas canas,
sólo disfrazada
y mármol de corazón,
mármol de corazón
reflejo pálido de sal
sin mares que esculpir.
Y la noche nos caerá con
manchas de soledad
pero aún respiro y el
sol guiña una luz
y en pie recibo al fin
su alud.
Sombras caen como un
puñal
el placer de ser insano
estando vivo en la
ciudad.
Comerás de mis escombros
ya que un día llegaré
como un arcángel en
ruinas
mientras sus espinas
muerden el corazón,
muerden el corazón.
Silueta pálida que va
del cielo a mi perfil.
Ya se va, baja el telón
siguiente escena en la
oscuridad.
Adiós...
© David de Dorian, 2003
© 2014
© 2014
(Ilustración: Tang Yau Hoong)
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